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Póngame un Gehry

May 15, 2008

La posibilidad de que Frank Gehry construya un segundo Guggenheim en Nueva York, reabre la polémica sobre la arquitectura de firma, que aumenta su clientela a golpe de éxito popular.

¿Por qué escapar a la tentación del éxito?, se preguntan los alcaldes, los directores de museos, incluso los obispos, si la tentación se ofrece envuelta en la aureola del prestigio y del buen hacer. No hay pecado en escoger a los mejores –se disculpan– y enfilan el camino de los concursos por invitación o el encargo directo. Ha sido el caso de Bilbao y de otras ciudades que se disputan liderazgos regionales, continentales o planetarios. El edificio de firma se ha convertido en una aspiración legítima, que con los medios disponibles está al alcance de casi cualquier presupuesto público.

La consecuencia es que en los últimos quince años, un puñado de arquitectos, no más de veinte, son los mismos invitados y comisionados para cientos de proyectos en todos los continentes. Excepto en África, donde los políticos están a otras cosas.
Hasta primeros de los 80, sólo un proyecto de la envergadura de la Ópera de Sidney, justificaba un concurso entre los primeros espadas y se hacían pocos proyectos de esa envergadura. Sin embargo hoy, los coronados premios Pritzker se encuentran compitiendo por diseñar un centro de congresos en una ciudad suiza, una torre de oficinas en Seúl o un parque de atracciones en Orlando. Ellos acuden donde se les solicita, hacen su trabajo, con menor o mayor fortuna, y cobran. A cambio, el cliente obtiene un edificio que figura en las guías de arquitectura, que suele estar bien construido y que, incluso –ocurre con frecuencia– puede llegar a gustar a la gente corriente.

Cuando sucede esto último, cuando el edificio es comprendido y engullido por el gusto popular y se convierte en objeto de peregrinación, entonces, la tentación de seguir la estela se dispara. ¿Cómo evitar que cada ciudad desee tener su Guggen particular, su puente blanco sobre río, –en caso de que tenga río– o, en su defecto, su estación de tren o su aeropuerto inmaculado? Son sanas aspiraciones que a nadie hacen daño y que dibujan un futuro optimista en el horizonte. Es el ejemplo de Valencia, con su Ciudad de las Artes y de las Ciencias, obra de Santiago Calatrava y su Palacio de Congresos, firmado por Norman Foster; de Santiago de Compostela, con su Museo de Arte, del portugués Alvaro Siza, y con el proyecto del norteamericano Peter Eisenman para La Ciudad de la Cultura.

No es posible volver a los tiempos en que Alvar Aalto iba dejando su huella por Finlandia, porque era finlandés, o Frank Lloyd Wright por las praderas de Illinois porque era americano. Rafael Moneo acaba de inaugurar un Museo en Houston, sin ser tejano, e incluso el nuevo Reichstag berlinés es obra de un británico como sir Norman.

Solo existe un riesgo, que el cliente asume de buen grado: la seriación. El que encarga ya es consciente de que el arquitecto escogido, en menor o mayor medida –algunos en grado superlativo– tiene un estilo, pero al cliente le gusta y está dispuesto a que su edificio pertenezca más a una serie, dentro de la evolución vital del arquitecto, que a un lugar.
No conviene generalizar, sin embargo, el volumen de encargos que recibe el puñado antes mencionado, es tal, que les obliga a ensayar soluciones parecidas para proyectos que distan miles de kilómetros entre si, porque son humanos –incluso honrados– y el talento no les da para crear propuestas absolutamente originales en cada caso. Por poner unos ejemplos, cuando al holandés Rem Koolhaas, que no es de los más prolíficos, le dieron el Pritzker el mes pasado, estaba trabajando en cuatro proyectos distintos para Estados Unidos, además de otra decena en Europa y Asia; el francés Jean Nouvel, ganador del Concurso para la ampliación del Centro Reina Sofía de Madrid, diseñó, en 1999, nueve proyectos de calibre parecido; Rafael Moneo se las ha visto, en los últimos cinco años, con diecisiete, distribuidos en tres continentes; y Santiago Calatrava firmó entre 1990 y 1996, más de cincuenta.
En el caso de Gehry y su segundo Guggenheim, el riesgo de la seriación se agudiza pero ¿acaso no pintó Goya dos veces a la misma maja?.

Arquitectos predecibles
Entre los arquitectos que se reparten la gran tarta, se distinguen dos grupos, más o menos diferenciados: los predecibles y los impredecibles, aunque sendos adjetivos no conlleven ninguna carga peyorativa. En el primer grupo se sitúan aquellos en los que el estilo, –ese término tan ambiguo, que algunos identifican con el fin de la creatividad– domina por encima del lugar, de la función y de cualquier otro determinante. Un estilo que se basa en la forma y pone a su servicio los materiales y la estructura. A este grupo pertenece Frank Gehry, que comienza a trabajar a partir de una forma escultórica y luego resuelve los problemas técnicos y funcionales, y también Santiago Calatrava, que, aún habiendo empezado a investigar a partir de la estructura, está cada día más cerca de la escultura. Ambos se sitúan en un terreno que va más allá de la arquitectura y, tal vez por no someterse a la mera disciplina arquitectónica, consiguen llegar más fácilmente al público. Su libertad, es la libertad del artista y, como consecuencia, sus obras siguen un proceso de creación que las uniforma irremediablemente, pero al mismo tiempo las identifica y las hace deseables, porque son reconocibles y mientras más reconocibles más gustan y más encargos recibe el arquitecto y así sucesivamente. En este grupo también figuran la iraquí Zaha Hadid, o los norteamericanos Peter Eisenman y Daniel Libeskind, aunque como aún no han tenido muchas oportunidades de construir, no son conocidos del público, y por tanto no son reconocibles ni, como consecuencia, deseables.

En el grupo de los impredecibles, que es más amplio, aunque menos admirado por el ciudadano, destacan Rafael Moneo, que hace esfuerzos inimaginables por mantenerse dentro de la disciplina arquitectónica y dar una respuesta única a cada encargo, aunque no siempre lo consiga; Norman Foster, el mas experimentado en todas las plazas y siempre al servicio del programa; el italiano Renzo Piano, que es capaz de crear hitos arquitectónicos como el Centro Pompidou, en París, el Centro Cultural de Nueva Caledonia, o el aeropuerto de Kansai, en Japón, sin que le desfallezca el talento y algunos otros como Rem Koolhaas, Jean Nouvel, o Peter Zumthor que, además de buenos arquitectos, siguen sorprendiendo con cada proyecto.

Aurora Fernández Per. Publicado en El Correo



 




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