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Herzog & de Meuron. Alquimia pura

May 13, 2008

La biblioteca de Eberswalde estaba destinada a ser un edificio más en un apacible campas, de una desapercibida ciudad, en la antigua Alemania del Este. Y así hubiera sido si los arquitectos suizos, Jacques Herzog y Pierre de Meuron, no se hubieran cruzado en su destino.

Le Corbusier escribió: “La Arquitectura es el juego de volúmenes científico, correcto y maravilloso dispuesto bajo la luz”. Y Jacques Herzog se pregunta “Pero qué ocurre si la arquitectura no es en absoluto un juego, especialmente cuando no es científico ni correcto, y si la luz queda a menudo oculta por las nubes, difusa, no tan radiante como en el paisaje meridional ideal?”

Ese era el caso de Eberswalde, a una hora de Berlín, con un cielo gris y un glorioso pasado, gracias a su Escuela de Ingeniería Forestal. Jacques Herzog y su compañero Pierre de Meuron no menospreciaron el encargo. Muy al contrario, vieron la oportunidad de dotar a la ciudad de un edificio público con carácter, como de afianzamiento de su personalidad. Cualquier programa hubiera valido, tanto si era el de una biblioteca como si se hubiera tratado de un centro comercial. Después de casi veinte años de profesión, el equipo suizo pone el énfasis en las fachadas, porque sabe que el impacto es rápido, directo al corazón. La forma -generalmente cajas rectangulares, como en este caso-, es un medio para enfatizar el envoltorio. Cualquier programa de necesidades cabe en un prisma, arguye Herzog. Así que ellos, con el afán del alquimista, se dedican a trabajar la piel del edificio, su aspecto exterior, su apariencia. Cualquier material, por vulgar que se le considere, puede adquirir el brillo de la admiración engarzado en uno sus proyectos.

En Eberswalde, sin embargo, han jugado con ventaja. No es que hayan hecho trampa exactamente, pero han tenido la astucia de incluir, entre los materiales de construcción, a una intrusa. Dormía entre los recortes de periódicos del fotógrafo alemán, Thomas Ruff y se ha materializado en carne de hormigón y cristal. No es otra que la memoria, un material que suele llegar a los edificios con el paso del tiempo, pero que en Eberswalde es la esencia de la materia.

Las viejas fotos alemanas, seleccionadas por Ruff, se han repetido en bandas que abrazan la biblioteca en un orden, casi sentimental, elegido por el artista. Herzog y de Meuron han puesto a su servicio la técnica del retardante del hormigón, para que las imágenes queden en el muro y también en los vidrios de las ventanas. Allí están unas chicas retozando en una azotea ajardinada; un hombre y unos niños contemplando una maqueta; un extraño avión de doble cola; Venus sorprendida por Cupido; la construcción del muro de Berlín, atravesada por otra foto tomada el día de la caída; la inutilidad de las ambiciones, representada por la calavera; estudiantes en una biblioteca; algunos edificios históricos y un escarabajo, como referencia a la asignatura de silvicultura, que se enseñaba en Eberswalde el siglo pasado.

El resultado, como en la mayoría de los proyectos de la pareja suiza, es un edificio sencillo de entender, que hace caer en la tentación de creer que lo conoces aunque solo lo hayas visto en una foto. Su énfasis en la fachada es su manera de defenderse frente a las exigencias de cualquier programa. La fachada es su coto privado, donde aplican soluciones inusitadas que, una vez realizadas, parecen obvias, y que imprimen el carácter definitivo al edificio. No es decoración, es alquimia, porque obligan a los materiales a jugar un nuevo papel en el guión. La criada pasa a ser duquesa y le va bien el papel. Evoluciona y acaba siendo aristócrata sin dejar de haber sido criada. El hormigón pasa a ser lienzo, sin perder su capacidad constructiva; el vidrio sigue iluminando a través de los muslos de Venus. Es alquimia y... casi, casi, magia.

Una pareja de sol y sombra
Jacques Herzog y Pierre de Meuron llevan tanto tiempo juntos que tienen una única biografía profesional. Ambos nacieron en Basilea en 1950, estudiaron en la prestigiosa escuela de arquitectura de Zurich, fueron discípulos de Aldo Rossi, colaboraron una vez con el artista plástico Joseph Beuys, -con el que, según dice Herzog, aprendieron más que durante todos los años de carrera- y abrieron estudio en Basilea en 1978. En 1991, se unió a la firma Harry Gugger y en 1994, Christine Binswanger. Sin embargo, los apellidos de la pareja siguen figurando al frente de la firma. Dicen que los proyectos los discuten primero entre ellos y luego con sus socios, para finalmente transmitir las ideas a los equipos de trabajo, unas 50 o 60 personas en total. Entre Herzog y de Meuron se reparten los papeles: Pierre de Meuron permanece en el estudio, es decir, en la sombra, mientras que Jacques Herzog se exhibe al sol: expone los proyectos, imparte conferencias, se relaciona con los medios, negocia las publicaciones... Su ascético perfil, en el que sobresalen unos labios carnosos, recuerda a sus edificios: sobrios, rotundos y seductores. Sabe que no hay arquitectura sin clientes, ni hay clientes sin seducción y él es capaz de seducir por dos. Habla deprisa, piensa todavía más deprisa y dice de él mismo que es “muy rápido”, como si te estuviera desafiando a una competición entre neuronas. Pero más que rápido es impaciente, vehemente a fuerza de perseguir el espíritu del tiempo. “Nada es más aburrido o estúpido que levantarse por la mañana ingenuamente seguro de lo que ya sabes” dice Herzog.
Supongo que de Meuron estará de acuerdo.

Veinte años de sorpresas
Cada nuevo edificio de Herzog y de Meuron despierta en los corrillos mediáticos, tan hambrientos de imágenes y tan impresionables, una gran expectación. Desde sus primeras obras, modestas en su tamaño, como el Estudio Frei (Weil am Rhein, 1981-1982), han conseguido ofrecer siempre algo más de lo que todos esperábamos ver. Uno tras otro, los edificios han ido saliendo de la chistera ante los ojos atónitos de la afición: la Casa de Piedra (Tavole, 1982-1988) era la austeridad materializada, el rigor llevado a sus últimas consecuencias; los apartamentos de Hebelstrasse (Basilea, 1984-1988), por el contrario, presentaban la cara más amable que podían tener unas viviendas urbanas. Después vino el primer almacén para Ricola -el fabricante de pastillas- (Laufen, 1986-1987), que dignificó el papel de la agraviada nave industrial, aunque estuviese construido con los mismos materiales corrientes de una nave industrial; La Galería de Arte Goetz (Munich, 1989-1992), el primer museo proyectado por H&dM _-así se llaman ellos a sí mismos-, representó el redescubrimiento del edificio contenedor. Minimalista para una colección de arte minimalista. Después de aquella muestra de purismo, cuando parecía que todo estaba dicho surgió, envuelta en su vestido de cobre, la primera Central de Señales (Basilea,1988-1994). Y cuando el personal aún no se había repuesto de la sorpresa, hacía su aparición el segundo almacén Ricola (Mulhouse,1993-1994), con su hoja palmeta ilustrando, es decir, haciendo ilustres, los ordinarios paneles de policarbonato. Las Bodegas Dominus (Valle de Napa, 1995-1997), arropadas con gaviones para regular naturalmente la temperatura de los vinos, descubrieron a unos H&dM reivindicativos de la tradición frente a la refrigerada cultura norteamericana.
Pero la función no ha terminado. Además de la Biblioteca de Eberswalde, los arquitectos suizos han terminado el Instituto de Farmacia Hospitalaria (Basilea, 1995-1998), en donde juegan a la presencia-no presencia del edificio a través de muros de cristal y dentro de unos meses inaugurarán la Tate Gallery de Londres, en su nueva sede del Bankside.

El espectáculo continúa.

Aurora Fernández Per. Publicado en El Correo - 27/10/1999



 




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