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Oíza. Arquitecto solamente

May 15, 2008

Los 80 años es una edad razonable para morirse. La mayoría de los seres humanos han demostrado a esas alturas de lo que eran capaces. Sin embargo a Oíza le ha faltado tiempo para terminar la Fundación Oteiza, que ahora empieza a construirse en Alzuza y que pasará a ser su obra póstuma.

En cualquier caso, a Francisco Javier Sáenz de Oíza siempre le hubiera faltado tiempo. Su pasión por la aventura arquitectónica le impedía retirarse del todo, a pesar de haber dejado el estudio en manos de sus cuatro hijos y de mantenerse, la salud no le daba para más, en un segundo plano.

Le sobrevivirá, como testigo de sus últimas inquietudes, la obra de Alzuza. Así cierra el círculo que inició hace casi cincuenta años en Arantzazu, también en compañía de Jorge Oteiza. Este último proyecto, el de la Fundación es un recuerdo, filtrado por el tiempo, del primero, el de la basílica. No se si Oíza lo entendió como el principio y el fin, o ha sido el destino el que se ha encargado de amañar el juego. Pero raras veces la peripecia vital de un arquitecto consigue un final tan armónico.

En el caso de Sáenz de Oíza es, además una paradoja, siendo como fue un arquitecto sin rémoras, que ponía en solfa lo establecido, -llegó a cuestionar hasta el sentido de las agujas del reloj y el sistema de escalas en arquitectura- y proyectaba con espíritu, no solamente moderno, sino modernizador, en una España, la de los años 50 y 60, donde no funcionaban las cañerías. Dar clases de Salubridad e Higiene, como hizo durante sus primeros años de carrera, y detenerse a enumerar, en apuntes escritos a mano, los fundamentos de una buena ventilación, fue una de sus mejores aportaciones a las generaciones de estudiantes de entonces.

Después de Arantzazu vino la Capilla en el Camino de Santiago, también en colaboración con Oteiza. De este proyecto, nunca construido, dice Oíza que es de lo mejor de su obra. Significó en 1954 una de las raras contemporaneidades que se daban entre el panorama español y la arquitectura internacional.

Siguiendo el mismo camino –el de un profesor de Escuela dispuesto a cuestionar y modernizar todo aquello que encuentra a su paso– se enfrentó al reto de la vivienda a través de los poblados dirigidos, pensados por el Ministerio de entonces para albergar a los chabolistas que se arracimaban al borde de las ciudades. Su proyecto para Entrevías, ensayado previamente en Fuencarral, se convirtió en seguida en un trabajo paradigmático. No sólo porque encontró la justa medida en las proporciones domésticas, sino porque supo dignificar el espacio –mínimo– a través de la modernidad, demostrando que la vivienda no podía seguir ajena a las nuevas corrientes, ni siquiera las viviendas modestas.

Los grandes encargos llegaron despacio, cumplidos ya los 50. Primero los apartamentos de Alcudia y enseguida Torres Blancas, en Madrid, la oportunidad que esperaba Oíza para acometer el edificio en altura. Unas torres de viviendas para las que utilizó el lenguaje organicista que recorría Europa. Torres Blancas era el mayor desafío al que se había enfrentado hasta entonces y para salir victorioso de una propuesta tan arriesgada –una torre de más de veinte plantas que crece como si fuera un árbol– hacía falta no sólo el dominio de las proporciones, la respuesta de la tecnología y la complicidad del constructor, hacía falta también ese destello divino que Oíza echaba tanto de menos en sus obras. El no era un artista, decía, solo era arquitecto. Quizás fue entonces cuando se descubrió a sí mismo como arquitecto, sin más adjetivos. Y como consecuencia, a los pocos años, cuando ganó el concurso para la sede central del Banco de Bilbao en el paseo de la Castellana, arrinconó el lenguaje formal de Torres Blancas y se planteó el edificio en altura como el conjunto de 30 espacios fisiológicamente confortables, en donde no hay lugar ni tiempo para el decoro. Es la aplicación de los conocimientos técnicos, del poder sobre las soluciones constructivas. Su Banco de Bilbao se encuadra en la tradición de los edificios clásicos de oficinas, como un paso más en el camino, donde han ido dejando sus huellas Mies, Wright, S.O.M. y en España Oíza.
El Palacio de Festivales de Santander, marca otra época vital –segunda mitad de los años 80– en donde los grandes proyectos se agolpan en el estudio, –en el que ya trabajan sus hijos– y adquieren imágenes rotundas que le acompañan casi hasta el final, justo antes de Alzuza.
En este último proyecto el arquitecto se pone al servicio del artista y su misión es sólo la de contener, albergar, acoger la obra de Oteiza con la humildad del técnico. El círculo se cierra.

Aurora Fernández Per



 




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