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MASS MoCA, el pariente pobre

May 14, 2008

MASS MoCA, el pariente pobre

A unos 6.000 kilómetros de Bilbao, el MASS MoCA es el reverso del Guggenheim. Hijo también del prolífico Thomas Krens, el museo norteamericano ha hecho de la necesidad virtud, reconvirtiendo unas antiguas fábricas textiles en el motor de arranque de toda una comarca en decadencia.

El MASS MoCA (Museo de Arte Contemporáneo de Massachusetts), es una especie de hermanastro pobre del Guggen bilbaíno. Hijo del mismo padre, fue concebido a mediados de los 80, con una madre de pocos recursos, que a punto estuvo de no culminar el embarazo. La relación entre un joven Krens, director, entonces, del Museo de Williamstown, y la vecina North Adams, una población que se asomaba al abismo del desempleo, fue una historia con bastante amor al principio, pero que Krens abandonó en cuanto vio surgir en el horizonte la acaudalada dote de Bilbao.

North Adams era una ciudad obrera en las montañas del oeste de Massachusetts. Su única industria, que daba trabajo a 4.000 de sus 17.000 habitantes, cerró sus puertas en 1985. Las instituciones de la zona no conseguían atraer nuevas empresas que ocuparan las antiguas naves textiles. Los pabellones de ladrillo rojo, que habían conformado el paisaje durante el último siglo, se deterioraban con la misma velocidad que la tasa de paro ascendía, hasta situarse en el 20%. Aquello, en palabras de su alcalde, parecía el comienzo de un triste camino hacia ninguna parte.

En medio de la desesperanza, apareció Thomas Krens con una seductora idea: ¿Por qué no convertir todas esas enormes naves en un espacio para el arte contemporáneo, en un museo que pueda acoger piezas de grandes dimensiones? Las instituciones locales se enamoraron rápidamente del proyecto, si bien un museo, a tres horas de camino de las grandes ciudades más próximas, parecía no tener muy buen pronóstico. Boston, la capital del estado, en su papel de madre conservadora, se oponía a la idea. Sin embargo, Krens, el joven enamorado, tenía de su parte al Gobernador del Estado, el demócrata George Dukakis, que prometió sacar adelante el proyecto, cifrado en 78 millones de dólares, más de 11.000 millones de pesetas al cambio de entonces. Thomas Krens imaginó un equipo de arquitectos, compuesto por Frank Gehry, SOM y Robert Venturi para abordar la reconversión de las naves, sin embargo, la recesión de 1989 dio al traste con los ambiciosos planes de Krens, que para entonces ya había abandonado su puesto en Willianstown y estaba aterrizando en la Fundación Guggenheim.
Desde su nuevo status, hizo lo posible por mantener viva la llama de la vieja relación, incluso llegó a convencer al nuevo gobernador del Estado para que defendiera el proyecto como propio, a cambio de aportar todo el apoyo de la Fundación, con obras que luego han venido a parar a Bilbao. Sin embargo, el tiempo pasaba y las instituciones no conseguían reunir el dinero.

Por su parte, Krens debía hacer frente a las necesidades de liquidez de la propia Fundación Guggenheim y emprendió su peregrinaje europeo en busca de nuevas sedes. En 1991, comenzó sus primeros coqueteos con Bilbao y en 1993 el fruto de esta relación era ya evidente: el nuevo museo empezaba a despuntar junto a la Ría. Ese mismo año, Thomas Krens abandonó su relación con el MASSMoCA, cansado de esperar una financiación que no llegaba, aunque seguía desde la distancia el desarrollo de una gestación que parecía interminable.

Junto a la embarazada, tomó el relevo un antiguo ayudante de Krens, Joseph Thomson, nombrado director del futuro museo en los primeros momentos de frenesí. Consciente de que el megaproyecto soñado nunca saldría adelante, Thompson optó por una solución mucho más modesta. Se olvidó de los arquitectos famosos y llamó a un equipo de Cambridge especialista en reconversión de fábricas. Bruner/Cott habían rehabilitado tantos talleres que, según Thompson, lo llevaban en la sangre. Con un modesto presupuesto, de apenas 2.000 millones de pesetas, debían abordar la estabilización de los 28 pabellones existentes y la creación del espacio museístico. Los costes los asumirían las instituciones, en un 70% y la iniciativa privada.

El desafío era triple: crear un foco de regeneración económica; habilitar espacios para albergar obras de arte y conservar los edificios existentes. ¿Cómo hacer frente a un parto tan complicado y con tan pocos medios? Los arquitectos tenían que actuar como expertas comadronas. No era el momento para la arquitectura de autor, ni para la tecnología sofisticada. Simeon Bruner, responsable del proyecto, tomó dos decisiones iniciales: emplear mano de obra local, que resolviese las soluciones constructivas de la manera más económica posible y rehabilitar los edificios existentes, integrando el pasado en el presente de una manera natural, aparentemente sin esfuerzo.

Los pabellones no han perdido el aire de objetos encontrados, de antiguas naves fabriles que ya estaban en el lugar. No parecen nuevos porque mantienen la pátina de los años y perviven en ellos las huellas del deterioro. Es la estética de la ruina, en este caso sincera, que crea su propio estilo, ajena a los espacios, pretendidamente neutros, de los museos al uso. La idea está más cercana a recrear, como espacio para el arte, el propio taller del artista. Sin embargo, hay un arquitectura invisible que permite asegurar las estructuras, crear nuevos espacios, aclimatar las salas, mostrar las colecciones e incluso albergar un auditorio.
Después de una gestación tan dilatada, la inauguración del MASS MoCA no es más que el primer paso de un nuevo camino que, esta vez, sí conduce a alguna parte. El siguiente es convertirse en el museo de arte contemporáneo más grande de Estados Unidos. En este caso, el edificio no será el reclamo. Para la mayoría de los visitantes, pasará desapercibido, porque, a diferencia de Bilbao, allí lo viejo y lo nuevo se funden y las reliquias de lo viejo, en una evolución natural, son ahora lo nuevo. La transición de lo que era en lo que es se lee en los muros, en las viejas columnas que se embeben entre nuevos perfiles de acero, en los ladrillos centenarios que se confunden con los de hoy, y en la memoria de una ciudad que ha conseguido formar parte de su futuro.

Un museo como ningún otro
Construir un museo a poco más de 120.000 pesetas el metro cuadrado es tan insólito que debería figurar en algún libro de récords, más aún cuando las que se van a exponer son obras del mismo valor artístico que las que se muestran en las más lujosas pinacotecas del mundo. El milagro, si es que puede hablarse de milagro, consiste en contratar a una población desempleada y sin visos de futuro, a los alumnos de las escuelas profesionales y rehabilitar con técnicas casi de bricolaje, en vez de aceptar los presupuestos de las empresas constructoras al uso. Sólo en la reparación, con operarios locales, de las 2.000 ventanas existentes, ahorraron más de un millón de dólares. De la misma manera, reutilizaron las tuberías existentes, las válvulas y los dispositivos contra incendios, contando con la mano de obra de los fontaneros de la ciudad y la supervisión del Servicio de Bomberos. Así redujeron los costes en otro millón y medio de dólares.

La normativa también fue aplicada de una manera flexible por el arquitecto inspector, lo que permitió reducir los aseos, de los 174 que hubiesen correspondido por la superficie construida, a sólo 25. Los 20.500 metros cuadrados de espacio museístico, el doble de lo que alberga el Guggenheim Bilbao, se rehabilitaron por dos mil millones de pesetas. En la actualidad, la tasa de desempleo de North Adams se ha reducido de un 20 a un 4,5%.

Aurora Fernández Per. Publicado en El Correo - 05/04/2000

Más información sobre MASS MoCA, disponible en pdf.



 




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