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Frank Lloyd Wright. La verdad contra el mundo

May 16, 2008

La reciente edición en español de la autobiografía de Frank Lloyd Wright invita a conocer, de la mano del arquitecto norteamericano, la vida y la obra de quien es considerado el creador de la arquitectura moderna.

La verdad contra el mundo. Tal era el lema de los Lloyd Jones, una familia de pioneros galeses llegada a Wisconsin a mediados del siglo XIX. El patriarca era un sombrerero predicador del Unitarianismo, que dejaba atrás la vieja Europa donde esta secta, que niega el dogma de la trinidad, era perseguida. La familia tuvo diez hijos, que se dedicaron a trabajar la tierra, criar ganado y extender la religión unitariana. De una de las hermanas, Anna, nació Frank en 1867. Su padre, Willian Russel Cary Wright, también predicador, desapareció pronto del paisaje familiar.

Frank creció con su madre y sus infatigables tíos. Los veranos en la granja familiar marcaron la infancia del pequeño Wright, quien, con once años y angustiado por el esfuerzo, intentó escapar de aquel lugar donde el cansancio se añadía al cansancio y a más cansancio cada día. Luego aprendió que el trabajo era una aventura de la que los fuertes, según le decía tío Enos, salían fortalecidos. Pero eso fue mucho más tarde. Aquellos veranos, sirvieron sobre todo para ordeñar las vacas, sacarlas de los maizales, conocer los árboles del Valle -Spring Green- y darle nombre a los arbustos. Sirvieron para que Spring Green se convirtiera en el principio y en el fin de una larga aventura.

Cuando Frank cumplió 16 años ya estaba decidido a ser arquitecto, una vocación para la que su madre lo había inclinado. Sin embargo en la ciudad de Madison, donde vivía entonces la familia, solo podía estudiar ingeniería. Eso fue lo que hizo durante tres cursos hasta que decidió abandonar la Universidad, que le estaba costando una fortuna a su madre y lo alejaba de la arquitectura. Una noche compró un billete de tren y, con siete dólares en el bolsillo, se fue a Chicago. Dijo adiós al muchacho y se saludó a sí mismo como un nuevo hombre. Fue su primera decisión frente al mundo.

Así fue como Wright decidió convertirse en arquitecto, aprendiendo de los maestros de Chicago y dejando atrás la confortable Madison. Su facilidad para el dibujo le sirvió para encontrar trabajo en el estudio que se proponía y durante los años siguientes, la vida del joven Wright fue trepidante. Consiguió un puesto en la oficina de Adler y Sullivan, el estudio más reputado de la ciudad; se casó a los veintidós años con Catherine Tobin; construyó su casa en la pradera de Oak Park; empezaron a llegar los seis hijos del matrimonio...
Durante aquellos años estuvo ocupado diseñando viviendas para pagar las facturas del carnicero, los gustos caros y los buenos colegios. Así pasaron casi veinte años, en los que la distancia entre él y su familia, a pesar de tener el estudio al otro lado del pasillo, se convirtió en un alejamiento definitivo.

Durante esta primera etapa implantó su nuevo estilo de casa americana a contracorriente del gusto imperante. Eliminó el concepto de ventana como agujero en el muro y la transformó en una banda horizontal; recuperó la gran chimenea como centro del hogar e hizo oídos sordos a las tendencias europeas de principios de siglo, ancladas en las Bellas Artes. El sabía que había llegado la era de la máquina y quería que el hombre tuviera un hogar confortable en el nuevo siglo.

Sin embargo, las deudas le hicieron construir proyectos de los que abominaba y sentía que el tiempo de Oak Park se estaba agotando. No soportaba la rutina doméstica y pidió el divorcio. Al serle negado, en 1909 cerró el estudio, dejó a su familia con una provisión de fondos y se fue a Europa en compañía de Mamah Borthwick, una antigua cliente.
Esta segunda decisión le enfrenta de nuevo al mundo, a las convenciones de la época. Después de un viaje de dos años regresa a Spring Green, al Valle, donde su madre había comprado una pequeña colina. Allí construye Taliesin, en galés, “frente radiante”. Taliesin no sería solamente un hogar, un estudio, o una granja. Era también el refugió donde recuperar la libertad. Wright volvió a Spring Green, dice, por el mismo motivo que su abuelo: para empezar una nueva vida.

Amparándose en la ladera, lo construyó en 1911. Para él y para Mamah. Durante tres años debió ser para la pareja lo más parecido al paraíso, hasta que una noche, un sirviente, en un ataque de locura le prendió fuego. Mamah y seis personas más murieron.

En aquel momento, recuerda Wright, perdió toda fe y toda esperanza. Se apartó de quienes intentaron consolarlo y sólo el deseo de reconstruir Taliesin lograba hacerle escapar de la náusea. Un inesperado encargo vino en su ayuda: el Hotel Imperial de Tokio. La reconstrucción del hogar se hizo mientras él cruzaba el Pacífico de un continente a otro. La experiencia de Tokio afianzó su admiración por la cultura japonesa, que cualquier lector llegará a compartir gracias a las páginas que le dedica, y que tanta huella dejó en su obra posterior. En esta aventura vital le acompañó la distinguida Miriam Noel. La relación entre ambos, que Wright definió como de un ciego guiando a otro ciego, acabaría con un tormentoso divorcio y con los huesos del arquitecto en una cárcel de Minneapolis.

Las desgracias no habían terminado. Otro incendio, esta vez fortuito, acabó de nuevo con Taliesin. Las deudas acuciaban y los proyectos no llegaban. La única luz en el horizonte fue la aparición de la joven rusa Olgivanna Milanov. Ella tenía 26 años, era divorciada y con una hija. Él iba a cumplir los 57. Decidieron reconstruir Taliesin para la nueva familia que acababan de formar. Pronto nacería la hija de ambos, Iovanna.

La crisis del veintinueve les encuentra trabajando en un campamento en el desierto de Arizona. De nuevo se esfuman los proyectos. Pero mientras tanto, la fama del arquitecto norteamericano ha ido creciendo en Europa y comienza a ser reconocido en su país.
Cuando acaba la crisis, recibe el encargo de la Casa de la Cascada y de los Laboratorios Johnson. A partir de entonces, su lugar en el mundo arquitectónico parecía asegurado, pero eso no era bastante. Wright seguía desafiando al mundo. Descubría las posibilidades de nuevos materiales y veía que los sueños que había tenido a principios de siglo eran ahora posibles con la ayuda del hormigón y del acero. Él, que había imaginado la arquitectura moderna, también tuvo de tiempo de construirla a través de 437 edificios y un sinnúmero de proyectos. Murió a los 92 años en Phoenix, Arizona y fue enterrado en Taliesin, Spring Green.

El primer Guggenheim
Cumplidos los 76 años, Frank Lloyd Wright recibió el que sería el encargo mas importante de su último periodo. En 1943, el millonario Solomon R. Guggenheim, le llamó para diseñar el museo que albergaría su colección de arte contemporáneo. La idea de construir en Nueva York, con su trama ortogonal, no atraía a Wright. En el solar de la Quinta Avenida donde debía asentarse el museo, la única referencia, a excepción de las ordenadas manzanas de viviendas, era el espacio verde de Central Park. En aquellos años, el Movimiento Moderno, convertido en Estilo Internacional y liderado por europeos como Le Corbusier o Mies van der Rohe, imponía la estética de la caja. Mies hacía la famosa Casa Farnsworth (1945-50) y las torres de apartamentos en Chicago (Lake Shore Drive Apartments, 1948-51), mientras que Le Corbusier construía en Marsella su primera Unité d’habitation, el ideal de vivienda para el europeo de posguerra: un bloque rectangular. Wright no compartía la tendencia que llevaba a sus contemporáneos hacia lo que él consideraba una simplificación del espacio. Para Wright la modernidad no era la tabula rasa, sino la transformación, no era la negación sino la búsqueda de nuevas soluciones. Así pensó el museo Guggenheim: ajeno a su entorno, desafiando a la malla urbana y a la gravedad.

El cliente sabía desde el principio que el edificio sería controvertido, que por primera vez se construiría un museo que se exhibiría a sí mismo.
Desgraciadamente la autobiografía de Wright termina antes de que recibiese el encargo, lo que nos impide tener su visión de un proceso que sin duda debió ser largo y correoso. ¿Cómo convencer al señor Guggenheim de que su museo sería un espacio vacío? ¿Cómo demostrar que los cuadros pueden verse colgados en una pared curva, mientras el visitante asciende por una rampa helicoidal? No debió ser fácil, pero Wright consiguió hacer el primer museo-estrella de la historia y desde su inauguración en 1959, no sólo cautiva a más turistas que la colección en sí, sino que ha marcado la pauta para el futuro.

Wright en castellano
La autobiografía de Wright vio la luz por primera vez en 1932, con una tirada de 500 ejemplares. En 1943 el autor añadió nuevos capítulos y editó la versión definitiva. Desde entonces An Autobiography ha sido publicada en numerosas ocasiones en inglés y en francés. La posibilidad de contar con la primera edición en español facilita el conocimiento del arquitecto americano, que cuenta con escasa bibliografía en nuestro idioma.
Traducir las enigmáticas frases de Wright ha sido el reto del responsable de esta edición, José Avendaño, quien confiesa en su introducción que An Autobiography no está escrita en inglés sino en wrightiano, con palabras nuevas que intentan expresar conceptos nuevos. No obstante, la mayoría del libro, se lee con facilidad, con la misma avidez que se leería una novela, --–una novela de aventuras– porque así debió escribirlo Wright, como una sucesión de aventuras personales en las que es imposible disociar su vida privada de su trayectoria profesional.

Su última mujer, Olgivanna, fue quien le animó a escribir estas memorias, en los momentos en que la ausencia de encargos y la persecución de los acreedores obligaba a buscar ingresos desesperadamente. A ella está dedicado el libro.

Aurora Fernández Per.



 




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