4 maneras de ser sensible
May 21, 2008
Sensibilidad al entorno. El síndrome de Zelig
Varios objetos inspirados en Zelig cubren una mesa: desde relojes hasta ceniceros, sin que falten juegos de salón. (...) Una mujer en la cocina , luce un delantal que lleva el dibujo de un camaleón con gafas y una leyenda que reza: “Cambiemos un poco a la hora de la cena”.
Helen Kane (cantando):
“...Tiempos de Camaleón.
Todo el mundo piensa camaleón” (1)
En la segunda escena, Susan Sontag en tiempo real, años ochenta, comenta la importancia que tuvo Leonard Zelig –Woody Allen– en los años veinte. Un personaje que llegó a ser famoso por su deseo de ser querido, de agradar a los demás. Leonard transformaba su personalidad y asumía la de quien tenía enfrente.
Cuando la doctora Fletcher –Mia Farrow– le pregunta los motivos de su conducta él responde cándidamente que necesita ser querido:
–Bueno, ahora dígame por qué asume las características de las personas con las que usted se encuentra.
–Es... es para protegerme.
–¿A qué se refiere? (...) ¿Qué quiere decir con protegerse?
–Protegerse. Ser...ser igual a los demás.
–Hum...Quiere... quiere sentirse protegido.
–Quiero gustar.
–Aja.
Hay edificios que sufren este síndrome. Si todo lo que está a su lado está empolvado y teñido de un color, ellos sufren la misma decoloración que el entorno, con el fin de agradar. Zelig no es más que la sublimación del sentimiento colectivo de adaptarse al entorno, de camuflarse, de agradar para sentirse más seguro. El afán por gustar, por no hacerse notar supone una adaptación forzada, un envejecimiento prematuro, un viaje por el tiempo, que transforma la personalidad del estado original y la mancha con el color del fondo.
Los dos edificios de los arquitectos Annette Gigon y Mike Guyer que se presentan en este número sufren el síndrome de Zelig. Si todo lo que está al lado de las vías está empolvado con óxido de hierro, la Central de señales se tiñe del mismo color rojizo y sufre la misma decoloración que el entorno, con el fin de gustar, de convertir en más amable su aristada geometría. Los ojos-ventana de este edificio-camaleón no son abultados y saltones como los del animalejo, sino que enrasados y a paño con el hormigón se impregnan del color doradorojizo que le da una lámina metálica adherida al vidrio. Gigon/Guyer, para elegir este color ocre de óxido de hierro, han considerado necesaria la intervención del artista, Harald F. Müller (2). Su papel ha sido el mismo que el de las células pigmentarias de los camaleones: sincronización y elección del color de fondo. En estos animales el cambio de color se ajusta neurológicamente a través del sentido de la vista. Si se les extirpan los ojos, sufren problemas de adaptación al medio, su piel pierde las referencias exteriores y su sistema nervioso no es capaz de transmitir la orden necesaria para sincronizar con el fondo. Müller ha realizado esta tarea, ha sido la conexión nerviosa que ha permitido que el color de todos los objetos que se encontraban en el lugar se transmita al edificio.
En el trabajo de ampliación de la colección Oskar Reinhart, el revestimiento de hormigón pronto se convertirá al color verde. En este caso el pequeño animal, pegado como una ventosa al antiguo edificio, absorbe por sus patas el color de las sales de cobre que han aparecido en la cubierta y sus melanóforos sincronizan el color del fondo. El hormigón de los muros de esta galería tiene dos aditivos: polvo de mármol del Jura y pequeñas partículas de cobre. En este proyecto, los colores que se obtenían con los hormigones convencionales que producía la central no eran los adecuados y los arquitectos querían conseguir su propia paleta, como el artista que desecha los colores comerciales y le gusta mezclar tierras y materias para personalizar sus cuadros. En esta Galería, la elección ha venido motivada porque estos dos son los materiales con los que está construido el antiguo edificio existente. Esta sensibilidad epidérmica, este envejecimiento forzado, este viaje por el tiempo, transforma la personalidad del estado original del nuevo volumen construido y, por gustar, nos aparece también con un lucernario, semejante en su disposición, al de la antigua galería, de la misma manera que Zeligse toca con una pluma de indio cuando se coloca al lado de un piel-roja.
Estos dos proyectos tienen en cuenta el espíritu del lugar y su piel es como la del camaleón, un agente sensible que va a modificar su apariencia y su color para igualarse al fondo. No se piensa la arquitectura desde la inmutabilidad, sino que se cuenta con que los muros van a ir adquiriendo la pátina deseada, en un proceso más acelerado de lo normal, catalizado por una idea arquitectónica que, en cierto modo, se identifica con el fenómeno natural de la adaptación al medio.
Sensibilidad al paso del tiempo
Los nuevos materiales carecen de naturaleza. Las palabras que los definen no existen porque han sido sustituidos por las iniciales de sus componentes: PVC, PE, PP, EPDM o EPS, por: cloruro de polivinilo, polietileno, polipropileno, monómero dieno de etileno y propileno o poliestireno expandido... Estos materiales no pesan en la memoria, no tienen significado, ni historia y la mayoría de ellos envejecen pronto. Para que no envejezcan se les suelen añadir capas de protección, o láminas protectoras que contienen normalmente en sus especificaciones las palabras inglesas long life, cuya duración vital está más relacionada con el periodo de reclamaciones de las compañías de seguros, que con la escala de tiempos que se maneja en construcción. La responsabilidad decenal es un instante frente a la imperturbabilidad de los mármoles griegos.
Pero todo es cuestión de tiempo, del desgaste y de la erosión que este produce. Giovanni Anselmo (3), en 1968, con su obra “Sin título. (Estructura que come)” profundiza en este tema de la precariedad y del paso del tiempo. Emplea los siguientes elementos: dos bloques de granito, hojas de lechuga y un montón de arena. El bloque pequeño de granito se acuña dentro del otro con la ayuda del elemento vegetal. Cuando la lechuga se seca, al cabo de varios días, deja de mantener la presión entre las piedras y el bloque pequeño cae sobre el montón de arena. (Como alternativa se puede sustituir la lechuga por un filete de carne; en algún caso, los dos bloques aparecen atados con hilo de cobre, porque la Galería propietaria se ha cansado de que uno de los bloques se esté siempre cayendo). La deshidratación del material orgánico produce el fenómeno físico de la caída. La permanencia de la piedra se ve amenazada por la decadencia del los organismos vivos, porque este deterioro hace que al caer, se vaya golpeando y destrozando poco a poco. Pero el montón de arena (serrín o desechos orgánicos en otras referencias), vuelve a indicar la conversión de los minerales, por la acción de la erosión, al estado polvoriento de la roca golpeada, en ese tránsito de apariencias físicas que provoca el transcurso del tiempo.
La roca, por desgaste y roce pasa, en forma de sustancias minerales, a los seres vivos y organismos que al morir se convierten, a su vez, en la materia inorgánica que forma parte del mundo inanimado.
Este tema, apenas si se tiene en cuenta en arquitectura. No nos podemos imaginar el cierre de una ventana por el interior con un trozo de tablero, a modo de contraventana que, en vez de una fijación abisagrada tradicional, tuviera este tipo de masilla orgánica con hojas de lechuga o, de filete. Esto queda para el mundo del arte. Pero la arquitectura sí que puede recuperar la sensación física que producen los materiales y cómo estos van pasando por distintos estados a lo largo del tiempo: tocar y que el muro desprenda polvo, modificando su planeidad a medida que sufre el desgaste del uso; caminar, e ir notando cómo se marca el surco en las losas de piedra por las que más se transita... Todo ello, con la posibilidad añadida de que estas sensaciones sean matizadas y reforzadas por el paso del tiempo, adecuadas a cada estación del año y que de esta manera, sea el tiempo el que pase a formar parte de la paleta de materiales con los que trabaja la arquitectura. El tiempo, que hace que los objetos cambien y sufran procesos similares al del envejecimiento de los seres vivos.
Sensibilidad térmica
Si la lechuga y el filete contienen sustancias que responden con celeridad a las condiciones ambientales, existe una aleación denominada Invar (4), descubierta por el físico Charles Guillaume, en 1897, caracterizada por todo lo contrario, por su insensibilidad. Es de destacar la insignificancia de su deformación térmica. Sería el prototipo del producto insensible a la temperatura. Hasta hace poco se consideraba mágico su comportamiento. Consiste en una mezcla de una parte de níquel con dos partes de hierro, que abandona el estado ferromagnético cuando aumenta la temperatura y pasa a otro que ocupa un menor volumen. Con el calor el material mantiene su cara de póquer y organiza su estado interno de manera que sus espines magnéticos pasan de un estado ordenado a otro desordenado, que ocupa menos volumen y que compensa la expansión térmica. Esta ausencia de sensibilidad hace que el Invar sea merecedor de un escaso sentido artístico y de que quede relegado a unas cuantas aplicaciones técnicas. Se utiliza en los mecanismos de precisión de los relojes que no deben ser alterados por la temperatura de la muñeca, en las máscaras de las pantallas de televisión, que deben tener unas perforaciones inalterables para que no se mezclen los puntos de color o, en las soldaduras de las grandes placas de los superpetroleros, que no deben tener reacciones térmicas que podrían producir posteriormente fisuras. El Invar carece por completo del concepto que Beuys llamaba Wärmecharakter o “carácter caliente” de los materiales.
La obra de Joseph Beuys, en cambio, está impregnada del olor y de la untuosidad que le dan dos materiales muy sensibles a la temperatura, como son el sebo y la cera. El pequeño intervalo de temperaturas en el que el sebo y la cera se mantienen en estado sólido también era un atractivo para él, frente a la inmutabilidad de los materiales escultóricos tradicionales, como el mármol o el bronce. El sebo y la cera pueden adoptar formas variadas relacionadas con la temperatura y tienen una potencialidad sugerente, que no depende sólo de las manos del artista, sino también de las condiciones ambientales del espacio en el que se encuentren. En una entrevista que le hizo Bernard Lamarche-Vadel, comenta: “Para mí, la grasa fue un gran descubrimiento, ya que era un material que podía presentarse de una manera muy caótica e indeterminada. Podía influir en ella con calor o con frío y también podía transformarla” (5).
Beuys siempre contaba que su apego por la grasa animal proviene de cuando, tras ser abatido su Stuka, un JU 87, en la Segunda Guerra Mundial, fue recogido, medio muerto, por un grupo de tártaros en Crime o Crimea, quienes, para curarle, le untaron con grasa animal y le envolvieron en sus típicas mantas de fieltro. (Este punto según Benjamin H. D. Buchloh (6) no ha sido nunca comprobado y pertenece a la leyenda beuysiana; sin embargo, las aventuras mitológicas no siempre necesitan tener una verificación).
Para Beuys, la cera y el sebo eran materiales que permiten reflexionar sobre su esencia antes que sobre su forma. Beuys, al tener primero en cuenta al material, estaba obligado a enseñar las potencialidades de las sustancias mismas, antes que pensar en dar forma a sus ideas. Una clasificación clásica de los materiales favoritos de Beuys consiste en dos columnas: en una de ellas se escriben los fluidos y en otra los sólidos. La cera y el sebo pasan continuamente de una lista a la otra, ya que una simple diferencia de temperatura les hace modificar su estado. Estos dos materiales sensibles al calor nos ayudan a investigar la relación entre forma y movimiento. El aumento de temperatura produce un movimiento que ocasiona un cambio de forma. Pero, no hay duda de que las variaciones de temperatura, el calor y el frío constituyen la acciones físicas más próxima a los componentes espirituales del arte. El calor, es una radiación, es como el hálito vital del artista que actúa sobre el material y lo amolda a sus intereses.
Sensibilidad espiritual
La foto con la que Thomas Ruff interpreta la biblioteca de Eberswalde es conmovedora. Dos jóvenes en una vespa sobreimpresionados sobre una imagen del edificio construido. Son dos jóvenes preparados para iniciar un viaje. Su equipaje abulta más que ellos. Podrían identificarse con dos estudiantes de la Escuela que parten para enfrentarse a la vida con sus conocimientos dentro del gran saco. También puede ser el símbolo de la incorporación a Occidente del pueblo de la antigua República Democrática Alemana, con la apertura de sus mercados y su pérdida de referencias. Su vehículo no es precisamente un automóvil de diseño reciente. Ni siquiera está lleno de abalorios como las motos de los mods de los años setenta, con esa gran cantidad de espejos que aparecían como antenas en su parte delantera.
La mirada que dirigen al fotógrafo es impaciente. Sus ojos parece que dicen: ¡Acaba ya, que tenemos prisa! Se nos presentan recién salidos de un viaje al pasado, pues la foto tiene el aire de un retrato antiguo iluminado, pero con cierta prisa por adaptarse pronto al ambiente extraño en el que han sido colocados. Su actitud es de inocente arrogancia. Inocente por su medio de transporte, claramente insuficiente para un viaje de envergadura y arrogante por esa impaciente inquietud que despide su mirada. Pero lo más enternecedor de la foto es que Thomas Ruff ha unido sus caras con la línea sensible del amor. La sobreimpresión de sus cabezas está colocada de tal manera que coincide con la banda traslúcida de Venus y Cupido que da la vuelta al edificio.
En esta foto se superponen por tanto, varias imágenes: la del volumen del edificio, los motivos de su fachada y la de los dos jóvenes viajeros, en una fusión triple que inevitablemente se retroalimenta. Una sensibilización múltiple que mezcla ideas arquitectónicas con mensajes extraídos fuera del mundo de lo construido: la Universidad como institución educadora, como formadora de futuros ciudadanos y como promotora de edificios que contienen conocimientos; el edificio como soporte de imágenes, que simbolizan la postura del hombre frente al mundo, con el empleo de materiales sensibles al tiempo y a la historia; la historia que queda marcada por el tiempo y el tiempo que es la ateria con la que se fabrica la historia; los grandes conceptos que se serigrafían en el vidrio: el amor, la futilidad de la vida y el afán del conocimiento científico.
En el hormigón, el tiempo es el que escribe la historia, ya que es el retardante el que hace que con los diferentes tiempos de fraguado, se obtenga un acabado diferente, dependiendo de la cantidad del mismo que impregna un papel adherido al panel de encofrado. Son materiales sensibles que van más allá de los vidrios coloreados que se vuelven opacos al ser atravesados por corrientes eléctricas. De esta forma, en la biblioteca de Eberswalde se ha trabajado con conceptos y con ideas, que actúan como la luz de la ampliadora que impresiona el papel emulsionado. Estos materiales son espirituales y por eso son altamente sensibles, porque para comprenderlos y para trabajar con ellos no hace falta la técnica, sino estar tocado por una línea que no es tangible, pero sí tan sutil como la que une los cuerpos de Venus y Cupido con las miradas de los dos jóvenes viajeros.
Artículo publicado en a+t 14. Materiales sensibles (I)
Notas
(1) Zelig. Woody Allen. Tusquets Editores. Cuadernos Ínfimos 115. Barcelona 1984,1985 y 1988. Páginas 32-33
(2) La Central de Señales se publica en las páginas 46 a 51 de este número y la Ampliación de la Colección Reinhart en las páginas 40 a 45
(3) L’arte povera. Didier Semin. Centre Georges Pompidou. París, 1992
(4) Nature, número 400. Macmillan Publishers Ltd., 1999, páginas 46 a 49
(5) Joseph Beuys: it is about a bicycle?. Bernard Lamarche-Vadel. París y Verona, 1985
(6) “Benjamin H. D. Buchloh señala a Rosalind Krauss que nadie nunca ha comprobado históricamente este asunto (el accidente de avión en Crimea) y tiene dudas metódicas sobre cada episodio en relación con Beuys y sospecha que ha ‘planificado deliberadamente’ su propia leyenda”. Nota en la página 12 del libro Joseph Beuys. The Essential. Alain Borer.
Thames and Hudson. Londres, 1996