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Altamira, original y copia. Navarro Baldeweg

May 15, 2008

En el nuevo Altamira, la cueva es una ficción que se refugia en un edificio. Con cartón, pero sin trampa. A fuerza de sinceridad, el complejo ideado por Navarro Baldeweg, intenta devolver el paisaje a sus primeros pobladores.
Dice Juan Navarro que este edificio tiene una historia muy clara, como una narración, que él no se detiene a contar, pero que podría ser algo así como: érase una vez una cueva, en la que unos hombres pintaban animales, mientras se guarecían del frío. Érase, miles de años mas tarde -unos catorce mil al parecer-, otro hombre que, siguiendo los pasos de su hija, descubrió aquellos animales, centelleantes a la luz de la antorcha. Érase una comunidad científica pasmada con el descubrimiento y érase un hallazgo que atraía multitudes. Una historia feliz, que se deslizaba a lo largo del siglo XX, hasta alcanzar el reconocimiento de cumbre del arte prehistórico.
Era la gloria para Altamira y era también el trasiego de visitantes, las multitudes respirando en la oquedad y el deterioro de las pinturas. La cueva no soportaba su propia notoriedad y la historia encalló en una solución de compromiso: no más de 20 personas por día; petición de visita con un año de antelación y prohibición de entrada para niños menores de 12 años.
Durante una quincena de años, la historia de Altamira discurrió por una zona de sombra, hasta que sus nuevos pobladores -es decir, las instituciones responsables- decidieron hacer la llamada neocueva, una copia del original, una réplica exacta de la pinturas y su entorno.En este punto comienza otra historia, que diría, mas o menos: érase una vez, un arquitecto sobrio y sincero, al que le encargaron hacer una casa para una cueva, en una colina que se derramaba hacia el valle y con el deseo de recrear el paisaje y de mezclarse con él, interpretándolo y transformándolo. Érase una vez, un edificio que se levantaba del suelo, como si un estrato de tierra se recortara y se alzara, con la hierba creciendo sobre la cubierta. Era transparente por dentro, para albergar la ficción sin camuflarla y discreto por fuera, para camuflarse él mismo en la distancia.
Era abstracto, con la abstracción que emana de la naturaleza, que no conoce de fechas, ni de modas. Era también cumplidor con su función y su programa: un museo, dos salas de exposiciones, una biblioteca, un área de trabajo arqueológico, una cafetería, unos despachos, un pequeño auditorio y una tienda. Y tenía, además un enorme vientre hinchado y abierto al horizonte, que encontraba acomodo debajo de las luminosas salas de investigación, y se acurrucaba a gusto bajo el sol que entraba por los lucernarios, dejando al aire sin pudor, su carcasa de poliéster.Sin trampa por fuera, pero con una fidelidad exquisita por dentro. Así es la réplica, un trabajo de acercamiento de las pinturas a la mayoría, que el nuevo museo acoge sin complejos ni mala conciencia; sin restarle protagonismo ni sumarle disimulos. Y así, la historia del edificio, sencilla y lineal, según dice Juan Navarro, ha ido discurriendo sin ruido desde que hizo los primeros croquis en el lugar, hasta estos días en que se terminan las obras de urbanización y se colocan los últimos dibujos en la neocueva.
El nuevo Complejo de Altamira pretende un nuevo concepto de divulgación del arte prehistórico, que no se detiene en la contemplación de los nuevos bisontes, sino que aspira a recrear el entorno vital de la época en que fueron pintados. Donde hoy hay desmonte de terrenos y lindes para el ganado, habrá en un futuro un espacio natural que alcance desde las cuevas originales, situadas en lo alto de la colina, hasta el museo que crece en la ladera, unos doscientos metros hacia el norte. Solo así se justifica que la réplica se aloje junto al original, no para fomentar el fetichismo, ni para mantener la economía local, sino para entenderla desde el mismo entorno de quienes la habitaron.

Desde don Marcelino a la neocueva

La idea de reproducir las pinturas de Altamira surgió por primera vez en 1928, cuatro años después de que el descubrimiento de don Marcelino Sanz de Sautuola fuese declarado Monumento Nacional. En aquella ocasión, el profesor Hugo Obermaier intentó gestionar una posible réplica del techo de los policromos con destino al Field Museum de Chicago. Sin embargo, la primera reproducción que se lleva a cabo es la que se expone, desde 1962 en la sala de la Prehistoria del Museo de la Ciencia de Munich.
Desde 1982, fecha en que se restringe el acceso a las cuevas, las instituciones implicadas comienzan a estudiar las posibilidad de construir una réplica y un museo de arte prehistórico en las proximidades de la cueva original. En 1988, un consorcio formado por el Ministerio de Cultura, el Gobierno de Cantabria, el Ayuntamiento de Santillana y la Fundación Botín da los primeros pasos para el encargo del proyecto, que el arquitecto Juan Navarro Baldeweg termina de diseñar en 1995. La obra, con un presupuesto algo inferior a 3.000 millones de pesetas, se inicia en 1997. Comprende la adquisición de los terrenos colindantes, unos 150.000 metros cuadrados, que se transformarán en parque; la construcción de una carretera de acceso, y unos aparcamientos con capacidad para 200 coches y una veintena de autobuses; la construcción del edificio, con una superficie de 5.000 metros cuadrados; la instalación del museo y de la biblioteca, así como de las salas de trabajos arqueológicos y la ejecución de la réplica, a cargo de Pedro Saura y Matilde Músquiz.
Las previsiones de apertura del nuevo Complejo, según el gerente del Consorcio para Altamira, Rodrigo Blasco, no se concretan, por el momento en una fecha fija, si bien se mantiene el deseo de poder mostrarlo al público a lo largo del verano. El retraso en la instalación del museo, aún en fase de licitación, y la adecuación del entorno impiden establecer un calendario, que se guiará, según palabras del gerente, más por la consecución de óptimos que por la prisa inaugural.

Navarro Baldeweg, entre la realidad y la ficción
Juan Navarro Baldeweg (Santander, 1939) es lo que se conoce como un arquitecto de prestigio. Catedrático de la Escuela de Madrid, invitado en varias universidades norteamericanas, Premio Nacional de Artes Plásticas, varios primeros premios en concursos internacionales, autor del Palacio de Congresos de Salamanca, tiene, como se suele decir, una trayectoria profesional consolidada. Sin embargo, la historia de Juan Navarro parece que sea más bien la de un joven que se ha hecho mayor sin darse cuenta, ensimismado en su colección de ideas, de posibles, y de realidades y que persiste en su actitud de explorador de trincheras, donde encuentra, entre las sombras, la luz con la que construye.
No es sólo arquitecto, es también pintor y creador de objetos, -ahora se les llama instalaciones- y las tres cosas y alguna más se confunden debajo de esa sonrisa afable y un punto irónica con la que circula por el mundo. Frente a la obra de Altamira, Navarro acepta su misión de construir una arquitectura real para albergar a una de ficción, pero deja bien claro hasta donde llega la realidad y donde comienza la ilusión. Una ficción que sale de la cueva para recrear el paisaje y conseguir que forme, también, parte de la réplica, Y al mismo tiempo, unos colores que vienen del terreno y se engarzan en lo construido, como si lo hubieran colonizado. Y todo ello sin hacer ruido, como por azar, a la manera de la naturaleza. Con aparente quietud y en continuo movimiento.

Aurora Fernández Per. Publicado en El Correo - 21/06/2000



 




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