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Lubbock, las cenizas del espacio público

May 27, 2008

Lubbock, las cenizas del espacio público

Mall. Lubbock (C.García)

Artículo escrito por Carlos García Vázquez

Espacio público y lógica urbana contemporánea
Hace más de una década que la literatura especializada en estudios urbanos viene ocupándose de un fenómeno que está alterando radicalmente la forma en que percibimos y vivimos nuestras ciudades: la crisis del espacio público.
Las razones que se esgrimen para justificarla son múltiples y complejas, pero tres parecen ser los focos que alimentan el cáncer que está corroyendo uno de los nodos conceptuales de la ciudad tradicional: el imperio de la movilidad, la obsesión por la seguridad y la lógica económica postindustrial. Dado que, actualmente, estas tres cuestiones informan los cimientos sobre los que se asientan las ciudades más dinámicas del planeta, se nos antoja una primera y sombría intuición: ¿es el espacio público incompatible con la lógica urbana contemporánea?
Para hacer un diagnóstico de la dimensión de la crisis del espacio público en el universo tardocapitalista, nada mejor que acudir a uno de sus epicentros: el sunbelt, el floreciente “cinturón del sol” estadounidense, donde se encuentran algunas de las ciudades más competitivas del Primer Mundo. Por su perfecta sintonía con la economía globalizada y la de sus habitantes con el concepto de sociedad postmoderna, metrópolis como Tucson, Houston o Phoenix podrían ser consideradas como paradigmas de la ciudad contemporánea. Curiosamente, en ninguna de ellas está en crisis el espacio público. Simplemente porque, en sus cortas vidas, nunca fue algo relevante.
A mediados de la década de los 80, el famoso geógrafo y paisajista J. B. Jackson declaraba haber encontrado “el prototipo de las ciudades americanas situadas al oeste del Mississippi” (1). Se refería a Lubbock (Texas), una urbe de poco más de 200.000 habitantes emplazada en las South Plains, último eslabón de las grandes llanuras norteamericanas antes de que éstas se sumerjan en el Golfo de Méjico. A nosotros nos servirá como prototipo de las ciudades del sunbelt, ciudades sin espacio público, ciudades sin centro, ciudades sin ciudadanos.

El imperio de la movilidad
Para su existencia, el espacio público necesita, en primer lugar, de una estructura urbana, es decir, de un espacio físico coherentemente articulado e impregnado de significado social. La ciudad tradicional es un complejo entramado de calles y plazas convenientemente secuenciado y jerarquizado, un entramado donde sus habitantes encuentran infinidad de referencias colectivas. Los conceptos de “centro” y “periferia” son poderosos, el espacio tiene una escala determinada y las distancias unos tiempos lógicos.
Con todo ello está acabando el imperio de la movilidad. Una ciudad fluida, es decir, una ciudad cuya prioridad es el transporte de personas, mercancias e información, suele ser una ciudad sin jerarquías. La movilidad es un concepto abstracto que genera tránsitos, pero no lugares; es algo que pasa, pero que no queda. Lubbock es un buen ejemplo de ello. Su cuadrícula de calles es radicalmente indiferenciada y equipotencial. No hay nada en ella que pueda ser calificado como “centro”. El casco histórico, el downtown, carece de hitos urbanos que lo acrediten como tal. No lo consiguen ni sus dos modestas torres de oficinas (de 16 y 20 plantas de altura), ni sus anodinos edificios administrativos, ni la estatua de Buddy Holly (el héroe local). El resto es la historia del fracaso de Lubbock como ciudad: solares abandonados, almacenes derruidos, explanadas de aparcamientos... un panorama desolador por donde tan sólo transitan los homeless en busca del refugio que les ofrece la cercana biblioteca pública.
Pero la uniformidad de Lubbock no acaba ahí. Mientras que en otras ciudades norteamericanas la ruina del downtown ha dado pie a la aparición oportunista de subcentros alternativos que ofrecen las condiciones de urbanidad que aquél no está en condiciones de ofrecer, en Lubbock nadie ha hecho leña del árbol caído. Así lo evidencia su red viaria. A su impenitente retícula orientada según los ejes cardinales, se superpone una vía de circunvalación, el Loop 289, y una red de autopistas que conectan la ciudad con el territorio circundante. Al penetrar en el interior se diluyen sin mostrar la más mínima preferencia por una zona frente a otra: la I-82 se funde con la calle 4, la I-84 desaparece junto a la vía del ferrocarril y la I-87 cruza con un suave serpenteo. Ningún centro, ningún subcentro… Lubbock es un ejemplo químicamente puro de isotropía urbana, la demostración palpable de cómo las ciudades del sunbelt subsisten sin necesidad de centros.

Este modelo urbano, no estructural, no jerárquico, es hostil al concepto de espacio público, es incapaz de satisfacer la demanda de una geometría viaria coherente, secuenciada y articulada por una red de hitos arquitectónicos. En Lubbock prima la sensación de que ir hacia el sur, el norte, el este o el oeste es indiferente, de que al final del trayecto nos espera lo mismo que al principio, lo mismo que entremedias.
Esto provoca en el ciudadano una total falta de interés por el espacio urbano, por todo lo que queda fuera de los edificios. Los habitantes de Lubbock nunca ejercen de peatones, como lo evidencia el hecho de que la policía suela ofrecer auxilio a cualquiera que vea caminando por la ciudad (¡algo debe haberle pasado!), o la escasez de aceras (sólo existen en las calles que discurren en dirección este-oeste y, en estos casos, tan sólo se usan en el sentido transversal, es decir, desde el automóvil a la casa).

El imperio del miedo
Para su existencia, el espacio público necesita, en segundo lugar, de un sentimiento de pertenencia social. Éste es, según Jean-François Lyotard (2), uno de los puntos débiles de la sociedad postmoderna, que se caracteriza por el agotamiento de los lazos sociales. Los antiguos polos de referencia (partidos políticos, instituciones, tradiciones…) han perdido su poder de cohesión sin haber sido reemplazados por alternativa alguna. En estas circunstancias cada individuo se ve remitido a sí mismo, el lazo social se disuelve y la sociedad se transforma en una masa de átomos individuales.
Este fenómeno es especialmente agudo en el caso estadounidense, donde la exaltación del individualismo forma parte del mito fundacional del país. Y ello viene a ocurrir en un entorno social ya de por sí enormemente complejo, con una distribución racial que está sufriendo un cambio revolucionario debido al fenómeno inmigratorio; y con una pirámide social envuelta en un proceso similar, desatado, en este caso, por lo que los sociólogos han denominado la “latinoamericanización” de Estados Unidos, es decir, la polarización de la sociedad en ricos y pobres, y la consiguiente depauperación de la clase media.
La condición postmoderna es incapaz de integrar a esta masa social crecientemente diversa y desigual. El desconocimiento del otro que induce un individualismo exacerbado, el desmantelamiento de las antiguas políticas de igualdad y, sobre todo, el incremento de la violencia desatado por la polarización social, han provocado en la clase media norteamericana una generalizada intuición de amenaza que ha derivado en una auténtica obsesión por la seguridad. La víctima propiciatoria de este fenómeno vuelve a ser, una vez más, el espacio público.
Los datos socioeconómicos de Lubbock participan de esta dinámica: el 25% de su población es de origen hispano, el 20% vive por debajo del nivel de pobreza, se producen unos veinte asesinatos anuales… Sin embargo, están muy lejos del delirio de ciudades como Los Ángeles, con su mayoría hispana, con el 41% de la población bajo el umbral de la pobreza y con cien mil homeless deambulando por sus calles.
A pesar de la relativa calma que impera en Lubbock, uno tiene la impresión de que la alarma social es continuamente espoleada por doquier: por la prensa local que proclama en titulares “Cuatro mil ilegales saltan cada noche la frontera con Méjico”; por los paneles electrónicos de las autopistas que parpadean “Niño secuestrado. Camioneta Chevrolet marrón. Llame a la policía”; por los carteles situados a las puertas del aeropuerto que anuncian “Nivel de alerta para hoy: amarillo”… De esta manera el miedo es estratégicamente dosificado e infundido a la población. Los ingresos de muchos dependen de ello, en un país donde la seguridad se ha convertido en un inmenso negocio.

Efectivamente, la floreciente industria del miedo es diversificada y genera dividendos en los más diversos sectores: desde el de las armas de fuego (el 53% de los tejanos posee una) al del automóvil (donde se ha disparado la venta de modelos con diseños inspirados en los vehículos militares). También el ayuntamiento de Lubbock es consciente de lo electoralmente rentable que resulta incidir en las políticas de orden público. Por ello ha aumentado el número de policías en un 25% (hasta alcanzar un porcentaje de dos agentes por cada mil habitantes); y por ello ha proclamado un toque de queda para los menores de diecisiete años (obligados a llegar a casa antes de las 23:00 horas).
La obsesión por la seguridad ha convertido al espacio público en un espacio potencialmente peligroso. Las cadenas de televisión de Lubbock daban tres consejos a los grupos de niños que, en la noche de Halloween, iban a seguir la tradición de salir de casa: “ir por las veredas, llevar una linterna, caminar y no correr”. El mensaje subliminal era evidente: la calle es la selva.
La respuesta urbana y arquitectónica a este auténtico acoso al espacio público es ampliamente conocida: recluir los fenómenos sociales que anteriormente se desenvolvían en aquél en espacios cerrados bien vigilados. Lubbock cuenta con dos ejemplos prototípicos: el South Plains Mall (un gigantesco complejo comercial) y el campus de la Texas Tech University (TTU). Ninguno de ellos funciona como un centro simbólico, pero los dos explotan oportunistamente el gran vacío de Lubbock: la ausencia de lugares de encuentro. Además de similares sistemas de seguridad, también comparten estrategias de diseño: calles peatonales, terrazas, juegos de niños y un completo set de mobiliario urbano tradicional (bancos, farolas, maceteros…). Cuando, excepcionalmente, el habitante de Lubbock siente nostalgia de una experiencia humana ancestral que a él le ha sido substraída por el modelo urbano en el que habita, se dirige al South Plains Mall o al campus de la TTU. Allí experimenta un sucedáneo de lo que es el placer del paseo, del encuentro con el otro… de lo que es “estar” y no “pasar”.

La respuesta de Europa
El espacio público es indeslindable del pasado y del presente de la ciudad europea. En la Atenas clásica, en la Roma imperial, en la Florencia medieval, el espacio público se reivindicó como una seña de identidad que autoafirmaba a la ciudad europea como un enclave de libertad alternativo a los controlados espacios urbanos orientales.
Actualmente los europeos son conscientes de los valores de sus ciudades que, en comparación con las americanas, pueden presumir de aceptables niveles de integración social y sostenibilidad. Uno de esos valores, probablemente el más representativo, es su riquísima red de espacios públicos. Es en estos lugares donde la ciudad europea se representa a sí misma. ¿Cómo imaginar París sin sus places royales, Londres sin sus squares o Siena sin su campo?

Los urbanistas europeos son conscientes de ello, por eso han convertido la cuestión del espacio público en una de sus banderas. Las transformaciones urbanas emprendidas en las últimas décadas por ciudades como Londres o Barcelona son paradigmáticas en este sentido. Pero no se trata de un camino de rosas. Los fenómenos típicamente tardocapitalistas y postmodernos que determinan la lógica urbana de Lubbock también arrecian en Europa. En este sentido, ningún caso como el de Berlín para poner en evidencia las dificultades con las que se topa la reivindicación del espacio público en la ciudad europea contemporánea.
El proyecto de transformación que la capital alemana emprendió tras la caída del Muro iba asociado a un eslogan: “ciudad europea”. Se apostaba así por la densidad, por la multifuncionalidad, por el transporte colectivo… y por el espacio público. Una cosa estaba clara: Berlín no quería ser Lubbock. Sin embargo, la voluntad política y popular no podía obviar los desencajes existentes entre el espacio público y la realidad social contemporánea, no podía obviar fenómenos como el imperio de la movilidad o el individualismo postmoderno. Es por ello que en Berlín se ensayó una fórmula: la posibilidad de reconvertir el espacio público tradicional en un espacio público adaptado a la actual lógica socioeconómica. Varias eran las premisas de las que debía partir dicho ensayo.
En primer lugar, la accesibilidad. En una sociedad móvil como la contemporánea, el espacio público debe estar al alcance de personas que se desplazan al mismo desde lugares lejanos. Ello supone apoyarlo con una serie de infraestructuras (aparcamientos subterráneos, redes de metro…) que tienden a insertar agresivas componentes formales en el espacio público tradicional.
En segundo lugar, la seguridad. En una sociedad temerosa como la contemporánea, el espacio público debe hacer compatible la mezcla social con medidas que eviten la delincuencia. Ello implica introducir en el espacio público dispositivos de control (cámaras, detectores, guardianes…) que cuestionan su definición como espacio de libertad.
En tercer lugar, la financiación privada. En una sociedad desregulada como la contemporánea, en la que el estado abandona cada vez más campos de la economía en manos del capital privado, el deseo de rentabilizar el espacio público se ha acabado normalizando. Una vez más, ello introduce en el espacio público un elemento, la privatización, que le es ajeno por definición.
Fruto de estas tres premisas son dos de los ¿espacios públicos? más emblemáticos del Berlín reunificado: Arkaden y el Forum Sony. Ambos se construyeron al abrigo de la macro-operación de Potsdamer Platz, ambos cuentan con aparcamientos subterráneos y acceso a la red de metro; ambos son espacios cerrados y perfectamente controlados; ambos fueron financiados por entidades privadas (Daimler-Benz y Sony, respectivamente). La pregunta es: ¿son verdaderos espacios públicos?, ¿son espacios de encuentro social?, ¿son espacios de libertad? La mayoría de los berlineses contestará negativamente a estas preguntas y definirá tanto a Arkaden como al Forum Sony como meros centros comerciales.
Ello nos remite a la cuestión con la que abríamos este artículo: ¿es el espacio público incompatible con la lógica urbana contemporánea? o, formulado de otro modo, ¿es Lubbock inevitable?
Personalmente, estoy convencido de que no, siempre que no se le exija al espacio público la adecuación a unas condiciones de contemporaneidad con las que, por esencia, se contradice. Cada vez más, la sociedad europea es consciente de ello. Las asociaciones de vecinos que se oponen a la construcción de aparcamientos subterráneos bajo espacios públicos intentan protegerlos del imperio de la movilidad. Los grupos sociales que luchan contra operaciones urbanísticas cuyo fin último es una, más o menos encubierta, privatización del espacio público, reivindican que éste es responsabilidad de los poderes públicos, y que incorporarlos a la lógica productiva de la ciudad tardocapitalista es una grave irresponsabilidad.
Queda, sin embargo, la cuestión en torno a la cual existe menos consenso social: la de la seguridad. En este caso, los ciudadanos suelen movilizarse para reclamar limpieza, orden, control... ¿Hasta qué punto son exigibles estas condiciones a un entorno que se reivindica a sí mismo como un espacio de libertad?
Cabría recordar aquí el discurso con el que Richard Sennett3 sorprendió a la sociología anglosajona a comienzos de los años 70. Por su diversidad racial y cultural, la sociedad contemporánea es una sociedad esencialmente conflictiva. Las diferencias son extrañas, difíciles de entender, por lo que generan hostilidades. Para que el espacio público vuelva a ser lo que siempre fue, es decir, el lugar de encuentro con “el otro”, es necesario perder el miedo al conflicto, olvidar la obsesión por las experiencias controladas y purificadas, tolerar las ambigüedades, las incertidumbres...
Se impone pues la conciencia de que el espacio público es un espacio vulnerable. Precisamente, de ahí emana uno de sus grandes valores: la capacidad que siempre demostró como factor de integración social. En un entorno vulnerable, relativamente desordenado y descontrolado, el ciudadano se transforma en un ser activo que ha de lidiar con las diferencias, en miembro de una comunidad múltiple pero no coherente, de una comunidad conflictiva pero no violenta. Un espacio público vulnerable, pues, para una sociedad contemporánea tolerante. Si no comprendemos esto aún nos queda otra opción: la inevitabilidad de Lubbock.

Carlos García Vázquez es arquitecto, Profesor Titular del Departamento de Historia, Teoría y Composición Arquitectónicas de la Universidad de Sevilla.

Artículo publicado en a+t 26. In Common II.



 




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