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La arquitectura del control de costes

May 27, 2008

Artículo realizado por Aaron Betsky

El nuevo Centro de Estudiantes del Instituto de Tecnología de Illinois, señala la transición de la era de “Dios está en el detalle”, a la de “si no hay dinero, no hay detalles”. Del fetichismo de Mies van der Rohe sobre el aspecto de lo construido y su relación absoluta con la modulación espacial, hemos llegado al deseo de Rem Koolhaas de que los edificios ean condensadores adecuados de las tecnologías existentes y críticos con las relaciones sociales, a la vez que espacios tan complejos que no pueden ser definidos en términos de estática ni en planos, los cuales se revelan incapaces de representar gráficamente esos condicionantes.
Para ir de la estructura a la imagen, de un final resuelto a un final abierto, y de la belleza verdad de la arquitectura a su torturada inserción en nuestra cultura, no hay más que recorrer la distancia que va desde la casi ruinosa capilla del campus del IIT –con sus icónicas esquinas y sus perfectas proporciones estáticas–, hasta la loca encrucijada de recorridos y actividades que conforman el nuevo Centro de Estudiantes. Del soporte de angulares soldados que crea, al menos visualmente, la solución perfecta a las fuerzas constructivas, se pasa a una malla de metal expandido que se introduce entre paños de vidrio; un fragmento de construcción capturado como una hermosa red.
Una manera de explicar esta dejación –o, quizás con un término más adecuado, involución–, es echarle la culpa a la situación de cambio en la que trabaja el arquitecto hoy en día. Como explica Michael Rock, el diseñador gráfico con quien ha colaborado Koolhaas en este proyecto: “Ha existido también una relación clara entre el diseño gráfico y ‘el control de costes’ del edificio. Hemos remplazado los materiales ‘reales’, que han sido literalmente arrancados del edificio, por su simulación gráfica” (1).
“El control de costes” es el nombre que define ese furor americano por someter todos los edificios a una revisión rigurosa, bajo la cual todo lo que sea “ajeno” será eliminado por los controladores de costes y los expertos en presupuestos. El control de costes determina actualmente y cada vez más la apariencia del edificio americano estándar. Sin embargo, este control, en sí mismo, no es otra cosa que la parte más visible de un movimiento para reducir, al mínimo absoluto, el volumen de inversión en la construcción física de los edificios. Se invierte el menor capital posible y se recupera tan pronto como se puede. Esto significa también que los materiales, los detalles e incluso las uniones y las proporciones deben ser tan estándares como sea posible, de tal manera que todo, desde el diseño, a la construcción o al mantenimiento, tiene que ser reducido al mínimo. El “diseño” se convierte en la elección entre una limitada variedad de opciones, incluyendo texturas y colores, que a su vez están mucho más limitadas por las exigencias de las normativas de seguridad para todo, desde la toxicidad de los materiales, hasta su capacidad para producir accidentes a los usuarios por tropezones o autolesiones. Esta situación es la que ha llevado a Rem Koolhaas a manifestar que sólo resolverá aquellos detalles que sean estrictamente necesarios. Se puede situar también este movimiento dentro de un contexto cultural, en el que la necesidad del significado se ha reducido a la de la imagen, o incluso al de una proyección efímera, en esta era, en la cual la fotografía y el vídeo dominan cada vez más el mundo del arte. Este es el papel que ha jugado la empresa 2x4 de Michael Rock (2) en el Centro de Estudiantes, produciendo imágenes icónicas para revestir las, sino fuera por ellas, descarnadas paredes del Centro. Diseñar es cada vez más algo así como adaptarse a la moda para después vender una imagen concreta, como ocurre con todo, desde los ordenadores a los edificios. Es de destacar, que precisamente la imagen de trabajo y eficacia es la que asumen esos objetos anónimos, producidos en masa y con un eficiente control de costes.
Debido a que la producción de nuestra sociedad se realiza cada vez más de una manera invisible, y en lugares alejados, y a que el funcionamiento real de los objetos es crecientemente electrónico y miniaturizado y por tanto imperceptible, lo que domina cada vez más es la mitología de la producción, más que su propia realidad.
Esto es verdad, no sólo en arquitectura. Los vaqueros, en su momento ropa de trabajo, se han convertido en emblema del ocio deportivo; los utensilios de cocina, en objetos fetiche para un ritual, no para la necesidad de hacer la comida; las camionetas estilo pick up, en la encarnación del transporte en barrios residenciales. En arquitectura, sólo la épica de las estructuras ha permanecido como símbolo público en los centros de congresos y en los estadios deportivos. ¿Hasta qué punto es correcto que la última ampliación de una escuela de ingeniería –fundada al final del siglo XIX para permitir el acceso al campo de la producción industrial a emigrantes pobres–, sea un lugar que atraiga a los estudiantes y
les deje jugar y que el edificio represente perfectamente, con toda la belleza de su control de costes, la evolución que ha sufrido la producción hasta convertirse en consumo?

Lo es, incluso en un conjunto que representa, en sí mismo, el último gran intento por convertir la cultura de la producción en una exposición manifiesta y organizada de sí misma. Las retículas de 24 pies de Mies van der Rohe establecieron un sistema en el cual, un esqueleto de acero, con un relleno de paneles de vidrio y ladrillo, expresaba, en una composición abstracta, pero con materiales muy reales, la fusión entre los dos espacios de trabajo más grandiosos, la fábrica y el edificio de oficinas, y precisamente dentro de una escuela, cuya misión era enseñar cómo funcionaba ese trabajo. Su fracaso definitivo –cuando el IIT tuvo la idea del Centro, había perdido la mitad de sus estudiantes–, fue también el fracaso de la fe de nuestra cultura en la capacidad de esa forma de producción para conseguir el mundo que queríamos. Mies van der Rohe habría querido vivir dentro de una malla vacía, pero pocos más.
El primer gran gesto del Centro de Estudiantes, por tanto, es extirpar y eliminar de la escena, tanto la trama original, como el último emblema de la cultura industrial local, el tren elevado. A pesar de mantener la escala y algunas de las generosas proporciones ortogonales de los edificios originales de Mies van der Rohe, el Centro de Estudiantes alisa la trama y la convierte en unos delgados planos, dobla la fachada frontal evitando la ortogonalidad y rechaza la simetría. Por encima, un tubo de metal corrugado contiene y esconde el tren, aliviando los graves problemas acústicos, aunque hubieran sido posibles otras soluciones mas baratas, pero, visualmente, menos dramáticas. El tubo aplasta la ya aplanada retícula miesiana y transforma los soportes de acero roblonado de las vías, abstrayéndolos en unos postes metálicos pintados de negro y en pilares de hormigón. El acto de construir, ya sean infraestructuras o edificios, desaparece.
Luego vienen los materiales en sí mismos. El exterior del edificio está revestido en su mayor parte con una carpintería, que existe en el mercado, de reducido espesor, a base de aluminio y luna de vidrio transparente, aunque una parte considerable de ese conjunto sea naranja (3). El edificio actúa como un signo de diferenciación. Es un plano abstracto y no el
resultado de una construcción, como ocurre con los paños de ladrillo y cristal de los edificios originales. Esa banda de color crea una imagen instantánea que diferencia al Centro, del contexto. El resto de la fachada está revestido con un material incluso más barato, tela asfáltica (4), convertida, por medio de unos trazos rojos, en una endeble imitación del acero cortén.
Si en los edificios de Mies van der Rohe los planos son neutros, aquí son portadores de una imagen y hay uno, la tela asfáltica, que además está asociado directamente con la construcción y el envejecimiento del material, o también con la ejecución de la cubierta
industrial más simple. El tubo mismo, hace referencia, sólo en sentido imaginista (5), a las pieles de acero corrugado de los típicos trenes elevados de Chicago –las ondulaciones se muestran también en una banda en el interior, en un recorte del falso techo (6)–, aunque
los últimos trenes del sistema de transporte metropolitano ya no llevan este revestimiento.
La imagen más figurativa es la del propio Mies van der Rohe (7), compuesta a partir de la colección de iconos que Michael Rock ha diseñado para este edificio, y que planea como un fantasma sobre su fachada. Sobre la delgada piel del edificio flota, no el hacedor, sino su espectro, junto con los de varios de los fundadores (8). El arquitecto y todos aquellos que lo han hecho posible ya no están en activo, son una composición de iconos. Los iconos, en su individualidad, son dibujos de estudiantes9 haciendo lo que acostumbran, no siempre lo que deben hacer, aunque algunos de los más frescos fueron censurados por el cliente. Mies van der Rohe ha sido transformado por la masa consumidora, hasta tal punto, que el gran hacedor desaparece dentro de los siempre cambiantes patrones de uso.
Una vez dentro, la obra reaparece: la parte trasera del edificio Commons (10), incorporada al nuevo complejo como un artefacto de otra era, asoma a través de un patio cerrado. A pesar de las protestas vehementes de algunos arquitectos locales, Koolhaas incorporó por completo el edificio del Commons, haciendo de él una parte integrante del nuevo Centro.
El Commons se ha restaurado, pero también se ha vaciado, y se ha convertido en una cafetería para estudiantes, gestionada por una de esas compañías multinacionales. Es un homenaje a Mies, un recuerdo que ha sido vaciado y asimilado a una nueva realidad.
Esa realidad es la de los recorridos que marcan los pavimentos. El Centro es una caja sin ataduras, rellena, no con un espacio abierto y perfectamente proporcionado, sino con un revoltijo de distintas funciones, dispuestas por Koolhaas y su equipo después de un estudio exhaustivo de los modelos de uso y de las circulaciones en esta parte del campus.
Sus elementos principales son recorridos en diagonal, pavimentados con lisos y brillantes rectángulos de aluminio (11). Estos recorridos están relacionados con la “trayectoria” que Koolhaas diseñó para la recién terminada Embajada holandesa en Berlín. Son la fetichización del recorrido a través del contenedor más sofisticado; es como vaciar un coche o un tren y convertirlos en una sola línea. La arquitectura está materializada en este caso, no como un contenedor del espacio, sino como la articulación del movimiento a través de ese espacio. El contenedor desaparece detrás de las imágenes del papel pintado, que son de todo tipo, tanto motivos lenticulares ondulados, como fotografías de televigilancia (12) tomadas en el campus.
A su vez, estas imágenes irán cambiando, y con ello el contenedor mismo se moverá a cámara lenta. En algunos casos, estas líneas de movimiento asumen una cualidad diferente, e incluso tienden a la espacialidad. Esto es más evidente en el caso de la “Banda ancha” (Broadband), un corte en el suelo, que remplaza a “Broadway” o eje central, y que en un edificio tradicional habría conducido al elemento más importante del programa; esta banda contiene una rampa de resina epoxi color bermellón y un mostrador donde los estudiantes se pueden sentar y conectarse a internet (13). Este es el único lugar del edificio en donde se trabaja, pero de la manera más disgregada posible, con un lenguaje binario. El recorrido se convierte en un camino, no sólo para desplazarse físicamente, sino también virtualmente.
Lo que distingue a los espacios residuales que hay al margen de los recorridos –y por eso lo son– es que la mayor parte son como estanques, como cavidades o vacíos incompletos. Más que espacios definidos, son áreas triangulares y con forma de cuña, cuyos pavimentos están recubiertos con epoxi de distintos colores. Aquí los estudiantes se pueden sentar en mesas, jugar (14) o encontrar otras maneras de ocuparse en una actividad temporal marcada por un material, el de las encimeras y mostradores, que es incierto en su constitución. Su tacto va desde lo liso y brillante, que induce al movimiento, hasta aquello que invita a un momento de pausa y disfrute, como si los colores asumieran una mayor especificidad, aunque sin referirse directamente a un uso o a otro.
El resto del edificio son cajas reales que flotan dentro de este volumen sin ataduras, y también elementos estructurales que uno se encuentra a través de los espacios. Estas cajas son, de alguna forma, las partes más aburridas y previsibles del programa.
Incluyen un auditorio (15), un espacio multifuncional, salas de reuniones, despachos para estudiantes, almacenes y zonas administrativas. Su revestimiento de papel pintado las convierte en partes anónimas de una composición más amplia. En las zonas administrativas, en donde aparentemente es necesaria una cierta gravitas, el papel pintado se convierte en un revestimiento con una vetas artificiales de piel de cebra, que exuda una falsa autoridad. En las salas de reuniones, las cortinas de Petra Blaise16 añaden una connotación frívola al tedioso acto de reunirse, mientras que la lámina lenticular (17) convierte la piel devidrio naranja en un añadido todavía más delgado e incierto, que renuncia a su papel de telón de fondo neutro, más adecuado para tareas como reunirse, organizar agendas, definir estrategias o hacer declaraciones.
La estructura real (18) flota en su interior, como una danza de marcadores alusivos. La viga en I de Mies, girada de una manera ilógica y convertida en un soporte vertical, se ve aquí reducida a un poste negro, contrastando con los pilares de hormigón, tanto con los rectos y sin pintar, como con los de aristas definidas y negros, que sustentan las vías del tren y el tubo situado encima. Realidad y memoria se convierten en materia, pero sólo como un ritmo que discurre a lo largo de líneas de movimiento y de planos alusivos. La estructura es aquí como un bajo continuo respecto a la composición multimelódica de imágenes.
Ambas coinciden en los techos, donde Koolhaas ha dejado el cartón-yeso sin acabar (19). Los paneles se han rejunteado con cinta y las uniones y agujeros de los tirafondos se han pintado, creando un motivo repetitivo y quizás excesivamente pulcro. Parece ser que la idea original fue revestir el techo con madera, pero la normativa de incendios habría exigido colgar este acabado debajo de una capa de aislamiento, y Koolhaas consideró esto un gasto inútil de dinero y una falta de lógica constructiva. Por tanto, el control del coste y las normativas, que definen en gran parte la materialidad de los edificios americanos, aparecen aquí claramente manifiestas en el ritmo organizador que se extiende sobre las entrecruzadas líneas de movimiento. El acto de la construcción está presente, pero no su resultado final, sólo una representación de un estado intermedio del proceso.
Por tanto, lo que está ausente de manera notoria en el Centro de Estudiantes es cualquier sentido de lo real. Los únicos momentos de fetichismo material que no son, ni un recuerdo (el edificio Commons), ni una fuerza exterior (el tren elevado) son los paneles Panelite (20), un material plástico en nido de abeja, que Koolhaas ha utilizado en varios de sus proyectos recientes y que desarrolla aquí en mostradores (21) y sillas. La misma compañía que ha creado este nuevo material, formada por jóvenes diseñadores de Nueva York y Los Ángeles, también ha producido el panel de fachada con malla metálica expandida colocada entre dos lunas de vidrio. Estos paneles delimitan las estancias espacialmente más atractivas del edificio, a saber, los baños (22). Como ocurre siempre con Koolhaas, si uno quiere recrearse en sus fantasías materiales, debería estar dispuesto a trabajar (en un mostrador) o a enfrentarse a su materialidad más íntima.
“Este edificio es para la generación MTV (23), que absorbe información mucho más rápido que nosotros,” comenta Ned Cramer, crítico local y comisario de exposiciones. Todo va, de hecho, sobre movimiento e información, y por eso mismo, no tiene nada que ver con construcción, ni con materiales, ni con el lugar. Koolhaas está gestando un nuevo tipo de arquitectura para un mundo en el que lo material y lo histórico ya no garantizan ni la autenticidad, ni el significado. El Centro de Estudiantes es un lugar de movimiento y de trasferencia, muy parecido a un aeropuerto o a las bibliotecas y edificios de oficinas que ahora está diseñando. Está producido no por un simple hacedor, sino por un equipo que no habla el idioma de la construcción, sino el del control de costes, el de la investigación y el del diseño gráfico. Es un lugar para el ocio y para la asimilación de la información, no un lugar de trabajo. “Yo no respeto a Mies,” es la famosa respuesta que Koolhaas dio a los críticos que querían que dejara en paz al Commons; “Amo a Mies (24).” Al consumar su deseo por la arquitectura de Mies van der Rohe, Koolhaas ha alcanzado plenamente el Liebestod (25), del que surge un nuevo tipo de arquitectura pos-material, pos-lugar, pos-estructural, pos-autorial y pos-autoritaria. Su Dios no está en los detalles, sino en la superficie y así, eliminando casi todo, su menos es aquí, desde una visión más consumista, más.

Aaron Betsky es arquitecto e historiador. Desde 2001 es director del Instituto
Holandés de Arquitectura (NAI)



 




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